lunes, 17 de octubre de 2011

HIJA DE LOS KURDOS

Hoy, más de 40 millones de kurdos viven en ninguna parte. 40 millones de personas que se han vuelto traslúcidas para unos, mientras son masacrados y condenados a su inexistencia por otros. Pero todo lo que es lucha por seguir siendo. La historia del pueblo kurdo es la historia de la misma humanidad en busca de un hogar en la tierra, del que fue expulsado cuando comió del árbol del conocimiento. Cuando el hombre se supo hombre, no esclavo, ni súbdito, ni extranjero, sino hombre a secas, entonces reivindicó su lugar de nacimiento como lugar en el que crecer,  perpetuarse y morir. Dice Ajda, en la novela Ajda y la nostalgia,  que “aunque el río fluye con fuerza, la imagen (reflejada) siempre permanece en el mismo lugar, como el corazón del recién nacido”. Y para ello creó el hombre la comunidad. Dice el padre de Ajda que “solo se puede amar aquello que se conoce, y lo que se conoce está en la comunidad”. Entre un pueblo y su tierra media la tradición, que contiene tanto las grandes cosas como las pequeñas: la lengua, los mitos, la religión, la manera en que se lava la ropa, y la forma de preparar el té. Esa tradición permite, cuando emana de lo natural, la supervivencia; pero se vuelve instrumento de dominación, cuando es impuesta por otros hombres en nombre de unos ideas para servir a sus propósitos.

En los versos iniciales de la novela, el padre de Ajda le dice a esta mientras agoniza que “la oscuridad es tan densa que se traga la luz” y que por ello no puede ver sus pasos. Es la oscuridad que se cierne sobre el futuro de un pueblo, el kurdo. Ajda entiende en ese momento que sus huellas deben ser firmes, allá donde vaya, para que el viento no las cubra y no se extinga todo aquello que ella es. Pero el viento persiste, en forma de muerte y desolación. “Se llevaron a Sadamm pero no su odio”, le dice su padre. “Esos hombres buscaban una respuesta a su desgracia y no supieron verla en sus corazones… es la búsqueda del mal en lo ajeno”. “Mientras haya petróleo en las entrañas de nuestra tierra nuca tendremos Estado”…. “Los kurdos fuimos bosnios en Srebrenica, amerindios en Wounded Knee, armenio en Adana… fuimos como ellos, masacrados…” .
Esta es la esencia del pueblo kurdo. Ajda evoca la última imagen que tiene de su pueblo: “mi aldea ya no existe más que en mi memoria y en la memoria de las cenizas… La sangre de mis hermanos ha sido derramada por mis hermanos”.  Pues considera que todo hijo de la tierra es su hermano, porque todos procedemos de ella. Y busca el motivo de ese odio, que ella no comprende, en los orígenes de la humanidad. Para ello reinterpreta los mitos, se desprende de ellos para quedar desnuda ante la madre naturaleza, y se da cuenta de que el mal empezó cuando al hombre se le llamó extranjero. En su imaginación se recrea una nueva posibilidad de historia de la civilización para que no tengan que morir sus padres. Pero el mal encuentra siempre la forma de sobrevivir, como parásito inextinguible, en lo que Dickens consideraba los dos grandes males del hombre: la miseria y la ignorancia. La historia se repite. ¿Cuántas Halabja tienen que arder para que el mal se disipe?”, se pregunta el padre de Ajda. En Halabja murieron más de 6.000 kurdos por el efecto de los gases derramados por los aviones de Sadamm. Nadie dijo nada.
Ajda descubre finalmente que todos somos lenguaje. Y que todo se reduce al nombre. Cuando aprendía los nombres de las cosas, siempre hubo una palabra que se le resistía: aquella para designar a su pueblo. Descubre que en esencia todos somos lo mismo, y lo que crea la diferencia es cómo llama cada uno a eso mismo.
(A propósito de los kurdo,s se ha estrenado recientemente la película Son of Babylon -Viaje a Babilonia- que refleja  esa misma  misma realidad que evoca este artículo y la novela Ajda y la nostalgia)
Jaume Carreras

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