domingo, 24 de abril de 2011

HABITACION DE HOTEL

Jan cruzó el umbral de la puerta de la habitación como el que atraviesa la frontera que separa la tierra de los vivos de la de los muertos, y sin soltar la maleta, se dirigió a la ventana, cautivado por la imagen del paisaje que alguna musa parecía haber pintado para que él, en ese preciso momento, pudiera liberarse de sus contradicciones !Cuánta verdad hay ahí fuera¡ Cuanta mentira aquí dentro. Y con aquí dentro no se refería a la pequeña habitación del hotel, que por carecer de alma carecía de la posibilidad de sentir remordimiento, y por tanto de mentir. Jan se refería a su pecho. Cuánta mentira hay en mi pecho que oprime las vertebras y no me deja respirar.
Desde allí Jan se vio a sí mismo caminando entre las tumbas del viejo cementerio, respirando el mismo aire que los gusanos. Se sentó en una losa envuelta en hiedra, y pensó en aquello en lo que hasta aquel día nunca antes le había perturbado. Conocía el quinto mandamiento, pues había sido educado según los preceptos cristianos.  Comprendía perfectamente el sentido de la oración “no matarás”. Nunca la gramática litúrgica le había sido ajena. Su vida había estado regida desde el principio por el imperativo, como a todos los chicos de su generación. Jan, pensaba entonces, no podría alegar ignorancia. Y en ese instante cayó en la cuenta de que no era un ser inmoral, pues no había disfrutado arrancando la vida a aquellos cuerpos, como sí lo habían hecho otros de sus compañeros. Simplemente no había sentido nada. ¿Era entonces amoral, como los animales?
No, el no era como los animales, pues no lo había hecho para sobrevivir. Tampoco ninguna pasión humana le había impulsado ciegamente a ello. No era por celos ni por envidia, como le ocurrió a Caín. Ni había tenido la sed de venganza  de Orestes. Aquello no había obedecido a un instinto primario, como el que come para saciar el hambre. Ni siquiera lo hizo por superstición. Entonces Jan se sintió derrotado, porque mientras los demás tenían una excusa, aunque fuera la más deleznable de las ignominias, él no tenía ninguna. Recordaba muy bien el rostro de sus compañeros. En ellos había rastros arqueológicos, las muecas del ser más primitivo y sádico que debió poblar la tierra miles de años atrás. Vestidos con trajes de seda, nunca la cultura había sin embargo llegado a traspasar la epidermis.  Esos hombres eran distintos a él.
Él si era un hombre cultivado, incluso refinado y sensible en cuestiones de arte, literatura o música. Había llorado contemplando el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini en su fugaz pero intenso viaje de juventud a Roma. Su piel se erizaba cuando escuchaba las sonatas de Bach, y se sentía conmovido por los versos de Dante cada vez que los releía. Era entonces un hombre sensible, capaz de sentir, de apreciar los matices de la vida y disfrutar de ellos. Eso era lo que más le perturbaba.
Quizá Dios insufló el mal en los corazones de esos hombres para que el bien brillara sobre la mediocridad que es la norma del mundo. Pero de él Dios se había olvidado. Lo había dejado al margen de sus planes. Por eso era hora de encerrarse en aquella habitación de hotel…
Fragmento de Sobrevivir en la nada
de Jaume Carreras

sábado, 2 de abril de 2011

OXÍGENO

RELATO
Pocos recuerdan cómo eran las cosas antes del suceso. Sólo los más ancianos rememoran en sus conversaciones taciturnas, como el que habla de la Arcadia, aquel paisaje celeste antes de que el azul cediera su hegemonía al color óxido; antes de que las esponjosas y blancas nubes dejaran su lugar a las viscosas burbujas que llenaban ahora la atmósfera, amenazando las leyes estéticas escritas antiguamente por madre naturaleza,  y que de vez en cuando soltaban esa sustancia hectoplasmática que se precipitaba sobre las cabezas de los transeúntes despistados. La gente del lugar, siempre proclive a la lírica mística, se refería al suceso como la “Caída del cielo”, en clara alusión al último volumen del libro sagrado. El gobierno, más pragmático y menos supersticioso, lo llamaba “El agotamiento del oxígeno”.  Desde entonces nadie se atrevía a salir de su casa sin la máscara que le permitía respirar. Pues, según rezaban las advertencias, en cuanto alguien inhalara lo que fuera que había sustituido al oxígeno, moriría en menos de treinta segundos. Al principio una corporación altruista distribuyó máscaras de forma gratuita a toda la población. Good Inc había evitado la muerte de millones de personas y por ello su presidente fue canonizado en vida por las autoridades eclesiásticas, ceremonia retransmitida en todo el mundo por la televisión por cable, y que el mismísmio Napoleón hubiera envidiado por lo suntuoso del asunto. Al cabo de un tiempo la compañía, en una acción coordinada con el gobierno, y tras minuciosos estudios de control realizadas por científicos con batas de radiante blanco, que sospechosamente hacían juego con su perfecta dentadura, también de un blanco deslumbrante, más propia del que se juega su sustento delante de las cámaras que del que lo hace detrás de matraces ,  anunció que las máscaras tenían fecha de caducidad y que deberían ser sustituidas por otras más sofisticadas en las que habían estado trabajando. Esta vez había que pagarlas, pero su precio no era demasiado alto teniendo en cuenta que era la vida lo que estaba en juego, así que el mismo día del anuncio se agotaron. Al cabo de un año, otro anuncio irrumpió en las casas de todos los habitantes del planeta a través de la omnipresente pantalla del televisor. Las máscaras que habían adquirido hacía tan solo un año habían quedado obsoletas. Había que comprar otras aún más resistentes.  Se hacía difícil creer que el hombre había podido viajar hasta la luna  pero no podía hacer algo tan simple como una máscara perenne, una que durara toda la vida. Pero como Good Inc tenía crédito de sobra entre la población, pues había salvado a la humanidad el día de la “Caída”, nadie cuestionó su honestidad e implicación, a pesar de que el precio de las máscaras se había cuadriplicado. Como Good Inc era tan solidaria, creó inmediatamente un banco para que  aquellos que no podían pagar la máscara pudieran obtener un crédito para hacerlo. Nadie quería quedarse sin su máscara, aunque algunos, aquellos que no tenían un trabajo estable y no podían por ello aspirar al préstamo,  tuvieron que contentarse con compartir su máscara con otros. Era esta una práctica arriesgada, pero era la única manera de sobrevivir. Mientras uno retenía el aire en sus pulmones, el otro respiraba el oxígeno de la máscara. Si eran sólo dos los que la compartían no suponía un problema. Pero la cuestión se hacía más grave en cuanto aumentaba el número de personas. Había casos en que la máscara era compartida por diez individuos. Y no era rara la vez en que alguien moría por asfixia al contener el aire más tiempo del que sus pulmones le permitían antes de que le llegara su turno.  Con el tiempo la gente se fue acostumbrando a vivir de esa forma. Pero las máscaras fueron aumentando su precio año tras año y la noticia de la máscara definitiva no llegaba. El precio llegó a subir tanto que ya casi nadie podría hacer frente a sus deudas con el banco, y el sistema económico se colapsó. Confiando en la buena fe de las personas, y más en la del presidente de Good Inc, pues era un santo oficial, un ciudadano decidió que era el momento de reunirse con él para encontrar una solución que propiciara la bajada de precios de las máscaras. Tras meses de papeleo y horas enteras escuchando el hilo musical de espera cada vez que llamaba para conseguir audiencia, logró la anhelada entrevista. Al llegar a las instalaciones, y después de ponerse la correspondiente acreditación de visitante en la solapa,  le fueron mostradas las asépticas pero espectaculares instalaciones. Todo era alta tecnología, limpio y salubre como el mejor de los laboratorios.  No escaseaban los científicos haciendo sofisticadas pruebas con líquidos de colores que subían y bajaban en enormes matraces e imposibles probetas. No obstante, entre toda aquella escenografía más propia de un parque de atracciones que de un laboratorio, descubrió en un rincón una puerta medio abierta. Como era humano, la curiosidad movió sus pies hacia ella. La oscuridad estaba moteada por las blancas corneas de decenas de ojos que le miraban. Eran los ojos de niños que con sus manos ensamblaban las partes de que se componían las máscaras. Pero una oportuna mano cerró de golpe la puerta antes de que su cerbero pudiera sacar ninguna conclusión. La visita continuó con toda normalidad hasta que llegaron al despacho del presidente.  El ciudadano se sentó en una cómoda butaca y expuso al presidente los inconvenientes de los altos precios de las máscaras. Éste le contestó, desde su escritorio de marfil con incrustaciones de diamantes,  que era imposible bajar el precio porque el coste de producción era muy alto, pues  tal como había podido ver en la visita, se utilizaba tecnología de última generación. El presidente, no obstante, había pensado, como buen samaritano que era, en el problema y había elaborado una lista de medidas  que los ciudadanos deberían adoptar para poder hacer frente a la situación.  El ciudadano la cogió y la empezó a leer: - punto uno, el trabajador deberá aumentar su jornada laboral de ocho a dieciséis horas e incrementar así sus ingresos para hacer frente a las deudas contraídas con el banco; punto dos, eliminar la jubilación. Nadie que esté vivo debe nunca dejar de trabajar, e incluso puede hacerlo desde su tumba a través de sus hijos y nietos. Otras medidas, suprimir las vacaciones; no gastar en nada que no sea vital para la supervivencia; eliminar la cultura y el ocio en todas sus formas y expresiones, distraen y hacen perder el tiempo…  El ciudadano dejó de leer.  “Mire usted,” le dijo “esto es inadmisible, y como señal de protesta voy a acabar con mi vida aquí, en su despacho, para que los medios de comunicación lo difundan por todo el mundo.” El ciudadano se quitó la máscara y empezó a contar: 27, 28, 29, 30 y…., no ocurrió nada.  “Bien, ahora ya lo sabe” dijo el presidente de Good Inc, “no hay ningún problema con el aire, es cierto… pero ya avisé que quitarse la máscara provocaría la muerte instantánea”. Sacó una pistola de un cajón y disparó a la cabeza del ciudadano, manchando de sangre la alfombra persa que recubría el suelo de la habitación. Allí terminó todo. Esa fue la primera pero también la última vez que alguien cuestionó la santidad de Good Inc. Y todo continuó de la misma forma por los siglos de los siglos.