
En los versos iniciales de la novela, el padre de Ajda le dice a esta mientras agoniza que “la oscuridad es tan densa que se traga la luz” y que por ello no puede ver sus pasos. Es la oscuridad que se cierne sobre el futuro de un pueblo, el kurdo. Ajda entiende en ese momento que sus huellas deben ser firmes, allá donde vaya, para que el viento no las cubra y no se extinga todo aquello que ella es. Pero el viento persiste, en forma de muerte y desolación. “Se llevaron a Sadamm pero no su odio”, le dice su padre. “Esos hombres buscaban una respuesta a su desgracia y no supieron verla en sus corazones… es la búsqueda del mal en lo ajeno”. “Mientras haya petróleo en las entrañas de nuestra tierra nuca tendremos Estado”…. “Los kurdos fuimos bosnios en Srebrenica, amerindios en Wounded Knee, armenio en Adana… fuimos como ellos, masacrados…” .
Esta es la esencia del pueblo kurdo. Ajda evoca la última imagen que tiene de su pueblo: “mi aldea ya no existe más que en mi memoria y en la memoria de las cenizas… La sangre de mis hermanos ha sido derramada por mis hermanos”. Pues considera que todo hijo de la tierra es su hermano, porque todos procedemos de ella. Y busca el motivo de ese odio, que ella no comprende, en los orígenes de la humanidad. Para ello reinterpreta los mitos, se desprende de ellos para quedar desnuda ante la madre naturaleza, y se da cuenta de que el mal empezó cuando al hombre se le llamó extranjero. En su imaginación se recrea una nueva posibilidad de historia de la civilización para que no tengan que morir sus padres. Pero el mal encuentra siempre la forma de sobrevivir, como parásito inextinguible, en lo que Dickens consideraba los dos grandes males del hombre: la miseria y la ignorancia. La historia se repite. ¿Cuántas Halabja tienen que arder para que el mal se disipe?”, se pregunta el padre de Ajda. En Halabja murieron más de 6.000 kurdos por el efecto de los gases derramados por los aviones de Sadamm. Nadie dijo nada.
Ajda descubre finalmente que todos somos lenguaje. Y que todo se reduce al nombre. Cuando aprendía los nombres de las cosas, siempre hubo una palabra que se le resistía: aquella para designar a su pueblo. Descubre que en esencia todos somos lo mismo, y lo que crea la diferencia es cómo llama cada uno a eso mismo.
(A propósito de los kurdo,s se ha estrenado recientemente la película Son of Babylon -Viaje a Babilonia- que refleja esa misma misma realidad que evoca este artículo y la novela Ajda y la nostalgia)
Jaume Carreras