jueves, 17 de febrero de 2011

LA SOMBRA

Relato

Yo nunca he tenido sombra. Aunque parezca extraño el sol no proyecta mi forma, ese contorno que me separa del fondo. Los rayos del sol atraviesan indiferentes mi cuerpo como si éste careciera de la sustancia necesaria como para que mi sombra se defina sobre el cemento.  Al principio no le daba importancia. Pensaba que con el tiempo, si caminaba mucho bajo el sol, acabaría por aparecer, por el mismo efecto de exposición de una película fotográfica. Pero ya, a medio camino de la vida, y a pesar de haber recorrido todas las calles hasta desgastarlas, aún no tengo sombra. A algunos les puede parecer este un hecho sin importancia. Al fin y al cabo, ¿qué función tiene la sombra?  No es una cuestión de funcionalidad, sino de visibilidad. Simplemente, a los que tienen sombra se les ve más porque ocupan más espacio en el mundo.
A veces me siento en un banco del parque a contemplar con envidia las sombras de los demás. Las hay de todas las formas. Incluso  he llegado a ver algunas que mientras sus dueños se ocupan de un asunto, ellas de ocupan de otro. Y entonces especulo sobre cómo sería la mía si la tuviera. Me gustaría tener una de esas sombras finas y alargadas, una de esas capaces de doblar una esquina por sí sola, de una oscuridad densa, para que cuando la pisen no se disuelva. Pero cuanto más se desgasta el asfalto por la erosión que provocan mis pasos, más lo hace también la esperanza.  ¡Hasta los perros tienen sombra!
Últimamente ya sólo salgo de noche, evitando exponerme a la luz de las farolas, para no sentirme diferente. A veces incluso consigo engañar a mi ego cuando al mediodía, justo cuando el sol alcanza su cénit, salgo a caminar entre la gente, para sentir, aunque sea sólo durante un instante, que los demás pueden llegar a ser como yo, esto es, nada. Aunque cuando el sol rompe la vertical, aparezcan de nuevo las sombras, todas menos la mía.
Pero hoy ha ocurrido algo. Al doblar la esquina de una calle cualquiera se me ha pegado una sombra. ¡Cómo es posible! Era una sombra hermosa, no tan alargada como la que había imaginado en mis sueños, pero era lo suficientemente grande como ocupar un buen espacio en la acera. He dado un paso hacia adelante y ella, sin dudarlo, me ha seguido. Orgulloso, he caminado entre la gente, y mientras yo saludaba a los transeúntes con la cabeza erguida por primera vez en mi vida, mi sombra hacía lo propio con las sombras de los demás. Se conoce que es una sombra educada. Mi sombra me ha obedecido en todo, ha hecho  todo lo que le he dicho en todo momento. No obstante, hay algo que me inquieta. A pesar de estar pegada a mí, y de imitar todos mis movimientos, algo me dice que esta no me pertenece. No he querido obsesionarme, pero no acabo de reconocer a mi sombra como a mi prolongación. Me he dicho a mí mismo que debe ser una cuestión de falta de práctica, y que ya me acostumbraré. Incluso he intentado hablar con ella, aunque como es lógico no me ha respondido. ¡Las sombras no hablan! Sin darle más vueltas, he seguido caminando, exhibiéndola por toda la ciudad, para que todas la vieran y pudieran decir “qué sombra tan bonita” Pero cuando ya me disponía a entrar en mi portal  he notado como una mano se posaba en mi hombro. “Disculpe señor“ -me dice un desconocido-,” pero lleva usted mi sombra pegada a su cuerpo. Se me ha caído esta mañana y llevo todo el día buscándola”-. Inmediatamente se la he devuelto con las debidas disculpas. Y así he visto cómo la sombra se alejaba de mí pegada a otro. Debería estar triste, pero no lo estoy. Si digo la verdad, tampoco he sido más feliz mientras tenía sombra. Mi vida era exactamente igual que cuando no la tenía, pero además me he dado cuenta de que cuesta mucho trabajo mantenerla. Hay que alimentarla, mimarla, y estar muy pendiente del ella para que no se borre. ¡Las sombras no viven del aire! Así que he decidió dejar de preocuparme por no tener una sombra para hacerlo por lo que de verdad importa.
Jaume Carreras

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