sábado, 23 de octubre de 2010

EL RÍO

Cada mañana, antes que salga el sol, Kun’g va a buscar agua al río. Aunque hay un pozo en su poblado prefiere andar las tres millas que le separan del río porque según él, la corriente se lleva sus penas y renueva así cada día su espíritu. Sus padres no comprenden muy bien lo que quieren decir esas palabras, pues a sus ojos Kun’g  no tiene ningún motivo para apenarse. Kun’g  es joven, apuesto, trabajador y tiene toda la vida por delante. Con esas cualidades, dicen sus padres, nadie debería sentirse afligido.  Pero Kun’g  sabe muy bien de lo que habla, pues aunque es alto y fuerte como un baobab, su cuerpo se estremece hasta reducirse a una milésima parte  de lo que es cuando llega a l río y ve a una joven en la orilla opuesta que, siempre a la misma hora, coge agua del río en su tinaja de bronce para desparecer con ella entre la hilera de árboles que forman un lejano horizonte. Pero hay un momento, el instante en que sus miradas se cruzan,  en que la naturaleza se confabula con los dioses para ofrecer un espectáculo digno de un rey de la sabana, orquestando un ritual de una belleza que detiene el tiempo para que los sentidos  no se vean turbados por el fluir de las cosas.  El sol emerge de lo más profundo de la sabana para recortar la silueta de la joven e iluminar un rostro aún no allanado por las impurezas que va destilando la vida con el tiempo,  pues su piel parece más de otro mundo que de éste. En sus ojos queda Kun’g  atrapado perdiendo la noción de vida y de tiempo, hasta que la joven desparece. Su figura se mezcla con la de las nubes, aunque Kun’g  la distingue entre ellas incluso cuando ya no está. Después, vuelve Kun’g  a su poblado como si otra persona hubiera entrado en su cuerpo y hubiera puesto patas arriba sus vísceras.  Tal es su turbación al regresar que más de una vez lo hecho con la tinaja vacía. Pero eso no importa a Kun’g  pues su alma ya ha saciado su sed para lo que queda de día.
Kun’g  nunca ha faltado a su cita con la muchacha, pero aún no ha llegado el día en que se atreva a decirle una sola palabra. Kun’g  duda cuando la tiene delante, aunque haya ensayado miles de veces la escena, pues postrado ante tal belleza se cree indigno de ella. Pero lo cierto es que la joven tampoco  ha faltado nunca a esa furtiva cita dominada siempre por un profundo silencio. Los días se suceden. Pero en la sabana el tiempo se complace tanto en el sosiego del paisaje que se ha olvidado de las estaciones.  Pase lo que pase cada mañana Kun’g  se pone la tinaja sobre el hombro y se dirige hacia río. Pero en las últimas semanas Kun’g  ha caído preso de las fiebres. Y aunque intenta ponerse en pie desafiando con altivez y orgullo a la enfermedad, la debilidad aplasta inexorablemente su cuerpo contra el lecho.
Ya han pasado unas semanas y Kun’g  empieza a recuperarse. Sin pensárselo, aún envuelto en la oscuridad de la noche,  se pone la tinaja al hombro y se dirige a toda prisa hacia el río. Anda las tres millas como si le persiguiera un diablo de la sabana para ganarle tiempo al sol. Hasta que llega a su  orilla, como ha hecho todos los días de su vida, y se sienta a esperar a que la joven disperse con el contorneo de su cuerpo la niebla que se forma durante la noche.  Pero no es la chica la que aparece de entre la bruma sino una anciana que carga con sus arrugas como carga con la tinaja de bronce.
Por primera el río escucha la voz de  Kun’g:
           -Disculpa anciana, ¿podrías decirme dónde está la joven que cada día baja al río para llevar el agua?
- ¿A caso no me reconoces? –dice la anciana.
- ¿Es que te he visto antes? -contesta Kun'g
- Todos los días de tu vida, aquí en el río.
- Eso no es cierto, anciana. A quien he visto yo en el río es a la muchacha que robó mi corazón el primer día que nuestras miradas se cruzaron. Desde entonces no he dejado de acudir para que me lo devuelva,  pues nada he amado en la tierra tanto como la he amado a ella.
-Ha pasado mucho tiempo desde aquél primer día. ¿Y ahora me lo dices? Aunque no me reconozcas, yo soy la muchacha que ha caminado cada mañana hasta el río, con los pies descalzos por la árida sabana para verte, sin faltar jamás a la cita.
- No te creo, pues tu cara está llena de arrugas.
- Igual que lo está la tuya.
-Te equivocas, yo no tengo arrugas. Soy aún muy joven.
- Quizá tu espíritu siga siendo joven, pero tu cuerpo no le acompaña. Mira sino tu reflejo en el río.
Kun’g  dirige su mirada al espejo que forman las cristalinas aguas del rio para descubrir el reflejo de una imagen que no le pertenece. Se parece a él pero el rostro que le contempla se ha llenado de arrugas. Abatido se queda en la orilla mientras ve como la anciana se pierde en el horizonte. Kun’g  medita durante toda la noche y no espera al siguiente amanecer  para dirigirse de nuevo hacia el río dispuesto a recuperar todo el tiempo que ha perdido. No le importan los años que han pasado sino los que aún le quedan por pasar, y quiere  pasarlos junto a su amada. Pero al llegar al río se encuentra con un hombre que coge agua del río con la tinaja de bronce que reconoce al instante. Desde la otra orilla Kun’g  le pregunta, a voz en grito, por la mujer que cada día ha hecho ese mismo trabajo. Pero el hombre, mientras mantiene perdida la mirada en un horizonte quizá inexistente, le devuelve una respuesta, como eco lejano, que  hace añicos sus sueños: “murió anoche mientras dormía”.
Jaume Carreras
Este relato pertenece a “Antología de Lugares y Moradas”.

sábado, 16 de octubre de 2010

MONSTUOSS (PARTE 2)

UN CUENTO DE MIEDOS...
Nunca había oído nada parecido. Era un sonido ajeno a la realidad que alimentaba mi curiosidad. Me decidí finalmente a abrir la puerta. Pero no podía hacerlo de cualquier manera, pues no sabía a qué me estaba enfrentado. Todo era demasiado extraño. Cuando hay una tercera habitación en tu casa, y el dueño no te la cobra porque no se ha dado cuenta, es probable que la CIA esté detrás.  ¿Sería un agente de la CIA el que lloraba tras la puerta por estar arrepentido de haber endosado unas armas químicas a los niños de una guardería de un poblado en medio del desierto del Sahara Oriental para encubrir el robo de unos biberones que mantienen la leche caliente por más tiempo gracias a una fórmula secreta con la que se hace el vidrio y poder así reflotar la industria de biberones que se ha desplomado porque los niños ya sólo chupan los mandos de la videoconsola mientras los llaman cariñosamente Mamá? Demasiado extraño. No lo de las armas químicas claro, ni lo de los biberones, sino que el agente esté arrepentido. Unos ceros en la nómina y un padre nuestro antes de dormir ayudan. Si Dios y el gobierno están al corriente y no me mandan a los de hacienda con un tridente para una inspección, todo va bien. En este momento debo cambiar el tiempo de la narración para pasarla al presente, pues para comprender lo que viene a continuación es necesario un golpe de efecto. Para ahuyentar las dudas abro lentamente la puerta, con una sutileza que desde luego no me caracteriza, pero que en casos como este es absolutamente necesaria.  La luz penetra en la habitación de abajo arriba, como en las películas de terror, hasta proyectar una horrible sombra en la pared. Cierro la puerta de golpe, y me quedo por unos instantes petrificado. Reflexiono sobre lo que he visto, una imagen martillea mi mente de manera insoportable. No puede ser cierto lo que he visto. Doy vueltas sobre mí mismo. !No, no y no!  Nunca nada me había horrorizado tanto. Me digo a mi mismo: “¡detente un momento hombre que me pones nervioso!”. Y me hago caso. En esa arenera isla de sosiego que dura unos segundos veo de nuevo la imagen. ¡Es la sombra de un conejo! Esto sobrepasa a la habitación de gorra y al hombre de la CIA –que probablemente estará escondido detrás del conejo-.  Esta imagen pone en duda los fundamentos de mi cordura. ¿Qué hace un conejo en la habitación? Me voy corriendo hasta mi mesilla de noche para ver si hay restos de alguna sustancia psicotrópica que ingerí a noche por error, antes de dormir, pero no veo ningún libro de Kant.  Me quedo tranquilo, por el momento. Ya llevo dos semanas de abstinencia y no puedo bajar la guardia. Ni Kant ni Nietsche. Esos destrozan el cerebro a la primera dosis. Con una sola línea me quedo colgado hasta un día entero. Pero no están ahí, menos mal. Me sereno por unos instantes pero,  ¿qué es eso que asoma entre los libros?  ¡Horror! Lo sabía. Mucho peor que Kant, que Nietsche y Shopenhauer juntos. Es… ¡El Patito Feo de Hans Christian Andersen!  Ahora empiezo a atar cabos, ahora lo comprendo todo. ¡Tú, tú eres el culpable, maldito! Eso el organismo no lo digiere así como así. Ya he encontrado la explicación a todo. ¡Sí! Lo cojo por el pescuezo y lo alejo de mí tirándolo por la ventana lejos, muy lejos. Quizá con eso haya terminado el problema. Pero el grito de un transeúnte a quien probablemente le haya caído el libro en la cabeza me devuelve un interrogante aún más acuciante y angustioso que el propio conejo de la habitación y que me desconcierta hasta un punto insospechado: ¿Qué hago yo con el Patito Feo de Hans Christian Andersen en mi mesilla? ... CONTINUARÁ.
Relato de JAUME CARRERAS
Ilustraciones de DANIEL MATEO

miércoles, 13 de octubre de 2010

LA FRONTERA

Esta mañana al salir al jardín de mi casa para regar el árbol que allí crece, como he hecho todos los días de mi vida, me he dado cuenta de que alguien había puesto una frontera. Ésta atraviesa mi jardín de lado a lado dejando el árbol fuera de lo que se podría entender que es la parte en la yo me tengo que quedar.  He preguntado a los hombres que la guardan, pero nadie me ha sabido dar una respuesta. Nadie sabe por qué han puesto una frontera donde antes sólo había un jardín. Así que he entrado en casa sin poder regar el árbol.
Ya han pasado unos días y la frontera continúa en mi jardín. He intentado explicar a los soldados que la custodian que era necesario que yo pudiera regar el árbol. Como ésta es una tierra seca el árbol necesita de mis cuidados, si no recibe mi agua no sobrevivirá por mucho tiempo. Pero los soldados no me han escuchado.
Ya han pasado unas semanas. El árbol que he cuidado toda mi vida empieza a perder su lustre, casi ya no le quedan hojas, y empiezo a preocuparme seriamente por él. Hago otro intento de acercarme al árbol con un cubo de agua, para saciar su sed, que a estas alturas, debe ser ya insoportable. Pero el soldado, con muy mal humor, me lo ha echado sobre mi cabeza. Le he dicho, procurando guardar las formas para que no se enfadara conmigo, que si no me dejan hacerlo a mí que al menos lo hagan ellos. Pero me ha contestado en su tono arrogante que ese no es su trabajo. Que su trabajo consiste exclusivamente en guardar la frontera, y no lo que hay detrás de ella.   
Ya han pasado unos meses. El árbol tiene un aspecto deplorable. Ya no le queda casi vida, el tronco reseco, ni una hoja. Las raíces sobresalen de la tierra, como si quisiera irse a alguna parte.  Ante esta triste visión de mi querido árbol, ya el único amigo que me queda, he vuelto a probar suerte, por si los guardas de la frontera habían cambiado su humor como seres humanos que parecen. Pero el soldado me ha apuntado con su fusil y me ha amenazado con dispararme si se me ocurría dar un paso más. Entonces le he preguntado por qué han puesto una frontera si les importa lo mismo lo que queda dentro como lo que queda fuera. Esto es, nada. Y me ha contestado que lo único que él tenía que hacer era vigilar la frontera en sí. Ya derrotado y sin esperanza alguna he entrado en mi casa y he corrido las cortinas para no ver cómo el árbol, ese amigo que ha crecido junto a mí, se muere sin yo poder hacer nada.
Hoy hace un año que hay una frontera en mi jardín. He descorrido las cortinas para ver a mi árbol. Pero ya no queda nada de él. Me acerco para despedirme, pero cuando estoy a tan solo unos pasos veo que el soldado recoge la frontera y la mete en un saco. Sorprendido por el gesto le pregunto a que se debe esa maniobra. El soldado me mira poniendo su mano sobre los ojos a modo de visera para no cegarse por el sol y me contesta “Se ha firmado un acuerdo, ya no es necesaria esta frontera”.
Hace unas semanas la poda de un árbol por el ejército israelí en la frontera provocó un enfrentamiento armado entre éste y las fuerzas libanesas.
Relato y foto de Jaume Carreras

jueves, 7 de octubre de 2010

MONSTUOSS (PARTE 1)

UN CUENTO DE MIEDOS...
Cuando llamé para alquilar el piso en el que ahora vivo me dijeron que tenía dos habitaciones, además de darme algunos detalles, que ahora no vienen al caso, y que se suelen dar para adornar un discurso que terminará inevitablemente con una sentencia pitagórica de primer orden: la cifra final. Siempre Pitágoras tuvo razón. El Universo está hecho de números, lo que se le olvidó decirnos fue que el  valor de  esos números que configuran ese Universo tan maravilloso iría aumentando con la inflación, y que lo iba a tener que pagar yo, que era en definitiva lo que más me preocucuapa de toda esa filosofía.  Volviendo a lo que interesa, el número de habitaciones me pareció bien porque no necesitaba más. Dos era un número que se adecuaba a mis circunstancias. Cuando fui a verlo comprobé que lo que me habían dicho tenía su fundamento, porque efectivamente tenía dos habitaciones. Así que me mudé sin darle más vueltas al asunto, ni a Pitágoras. Allí pasé mis mejores años, hasta que algo extraño ocurrió. Desde que me mudé he transitado hasta la saciedad por los setenta metros cuadrados que tiene el piso, por cada uno de los centímetros, que son unos cuantos si los medimos así, pero que tampoco son tantos si los contamos en kilómetros. He ido de la habitación al salón, del salón a la cocina y vuelta a empezar, miles de veces. Nada que no haga el resto de comunes en sus respectivos hogares. Pero el otro día ocurrió algo. Al pasar como cada día por el pequeño pasillo que me lleva al salón descubrí, para mi sorpresa, que el piso tenía una tercera habitación. Ya sé que suena extraño, pero entre la primera y la segunda habitación había otra que hasta aquél momento yo no había visto. Mis amigos y familiares podrán atestiguar a estas alturas, incluso jurando sobre cualquier texto sagrado, que gozo de buena salud ocular. No llevo gafas y en caso de llevarlas éstas no estarían empañadas. En ese caso el relato debería terminar forzosamente aquí.  Como no llevo gafas sigo pues con lo que interesa. En el momento del descubrimiento no supe muy bien cómo actuar. Lo primero fue ir a la cocina a comprobar la línea de flotación del wisky que tengo en al armario. Efectivamente había menguado, pero al concentrar mi vista, como aquél que quiere ver más de lo que hay, detecté  rastros de carmín en el cuello de la botella, lo que confirma dos hipótesis importantes: la primera, que la chica de la limpieza se pone fina,  tal como había sospechado, y la segunda, que no usa vaso para tal fin. De ello saqué una tercera conclusión, que algunos podrían considerar precipitada, pero entre los cuales no me hallo. ¿Y qué es lo que tan tenzamente había yo deducido? Pues que yo no había probado el wisky desde hacía al menos una semana, última puesta en escena de la chica en mi casa, porque enonces habría detectado el carmín antes, y la habría despedio, lo cual no ocurrió, al menos hasta al día siguiente. También descarté cualquier perturbación metafísica que se hubiera colado en mi mente durante el sueño al recordar,  cuando vi que ya no quedaban naranjas en el cesto que tengo para poner naranjas, y que debía, en un momento u otro, salir a comprar más –pues no me gusta quedarme sin ellas.  Esa es una prueba definitiva de que en realidad tampoco te importa tanto si hay dos o tres habitaciones en tu casa.  Me dirigí pues otra vez hacia la puerta de la tercera habitación cargado con la realidad, pues como ya he dicho, había descartado cualquier intromisión onírica.  Plantado delante como un pasmarote, se me ocurrió poner la oreja sobre la puerta, y fue entonces cuando escuché algo parecido a unos sollozos…CONTINUARÁ
RELATO DE JAUME CARRERAS
ILUSTRACIONES DE DANIEL MATEO

sábado, 2 de octubre de 2010

PALEONTOLOGÍA PERSONAL



Hoy he recuperado una imagen que se había fosilizado en algún rincón de mi memoria. Como no podía verla con mis ojos, por hallarse profunda, la he reseguido con los dedos del alma hasta que ha mostrado el perfil de algo que había ya olvidado, pero que no por ello había dejado de existir. Esa imagen había viajado conmigo, dormida como duerme una fotografía color sepia, ya casi velada, de las que saca la abuela de su antigua caja de galletas con los ojos empañados. Todos tenemos imágenes de esas. Y de repente, por algún motivo inesperado, emergen hacia la epidermis para que podamos palparlas de nuevo, estremeciendo la carne y erizando el vello. Esas imágenes hechas de tiempo detenido, ancladas en un instante, nos muestran nuestra historia sensitiva personal, la que nos hace únicos y distintos.
Hoy he palpado la imagen de mi infancia al entrar en una sala llena de las obras de José Ramón Sánchez. Yo no sabía nada de él antes de entrar, y lo sabía todo al cruzar el umbral de la puerta porque él siempre estuvo ahí. Porque él coloreó mi infancia sin yo saberlo, como aquel que hace algo todos los días sin darse cuenta de ello. En cada color de su paleta he encontrado un sentimiento que creía desaparecido y me he quedado tranquilo al comprobar que aún seguía ahí, y lo seguirá estando para siempre, porque ahora sé que esos sentimientos no se borran.
Por Jaume Carreras
La exposición de la obras de José Ramón Sánchez ha tenido lugar en el Teatro Mira de Pozuelo de Alarcón, en el contexto del Festival Internacional de imagen Animada.

viernes, 1 de octubre de 2010

LAS SIETE VIDAS DE NÉSPOLO

Hace unos días publiqué una reseña sobre una de las novelas más interesantes que he leído en lengua española en los últimos años. Una novela hecha de las mismas contradicciones con las que está hecho el ser humano, incluido su propio autor. Una novela de hoy para mañana que se leerá algún día como leemos hoy a Jorge Amado, o como quien hace ese viaje a los arrabales para quedarse un rato en cuerpo, y una eternidad en alma. Su título es sugerente, Siete maneras de matar a un gato. Más lo es lo que se esconde detrás.
La revista Garanta ha anunciado hoy, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, la lista de los 22 mejores autores en lengua española y entre ellos se encuentra su autor, Matías Néspolo.  Probablemente esto no sea más que el principio.
Por Jaume Carreras